Adán Martín fue un premio de la vida para los que tuvimos la suerte de trabajar con él durante años y para muchos, muchísimos más. Su equipo lo recuerda de muchas maneras, que confluyen siempre en una línea maestra tan sencilla como cierta: Fue una persona buena y una buena persona en el doble sentido de la expresión; y en la doble vertiente personal y profesional. Siendo un político de larga trayectoria, a muchos les parecerá increíble, imposible. Pero el libro testimonial que han escrito sus amigos y compañeros a los siete años de su muerte da fe de ello.
He desconfiado siempre de los panegíricos, porque rara vez me resultan creíbles cuando los leo o escucho; porque la realidad siempre es gradual, contradictoria, un escenario de luces y sombras que a menudo nos ciega o nos deslumbra, sin que sepamos cuando. Pero esa prevención se me derrumba siempre a la hora de hablar sobre Adán Martín. Y no porque no tuviera defectos o limitaciones, sino porque su buena madera, su apertura al cambio y su paciente tolerancia con los demás le permitía corregir con rapidez, absorber lo mejor de cada situación y persona y dar por olvidadas siempre las malas experiencias y los agravios.
Decir que Adán Martín fue una buena persona no es descubrir mucho. Hay buenas personas a raudales, frente a lo que la gente piensa. Lo que hay menos son personas excepcionalmente buenas como él, que ejerzan sin la menor presunción de serlo, con esa simplicidad y humildad que, paradójicamente, acaban siendo apabullantes. Pareciera que no les costase apenas, que fuera en ellos lo más natural del mundo. Como si vinieran buenos de fábrica y no tuvieran sino que seguir siendo ellos mismos. Como si portaran una brújula interior que les abocara siempre e irremediablemente, sin mediar su voluntad, al norte de lo bueno.
Pero no es cierto. No hay brújulas certeras y unívocas para conducirnos con acierto por la vida. Y menos por una vida como la suya, tan intensa y cargada de decisiones. La de Adán Martín siempre fue una brújula dubitante, como debe ser cuando se ha de elegir entre tantas posibilidades, entre tantos caminos alternativos, entre tantos aciertos y errores, muchas veces cada día; y cuando la última palabra es la tuya porque ya no hay nadie más arriba para cargar con la decisión difícil. En su caso, no haber manejado una brújula prudente y nada apresurada hubiera sido insensato para el buen fin de las miles de elecciones que tuvo que realizar en 28 años de servicio público intenso. Bien podríamos decir que Adán Martín fue un hombre radicalmente bueno, asaltado por el análisis y la duda; entendiendo ésta no tanto como una limitación o debilidad, sino como un instrumento para mejorar lo mejorable al máximo, para no equivocarse o para no lastimar a terceros.
Y la de Adán fue una brújula dubitante que nunca fue subterfugio para la inacción, porque estaba impulsado por una pila de energía poderosa, por una inteligencia poco común y por una autoexigencia permanente. Si a esas condiciones se une la bondad -el concepto para mí más asociado a su persona – se entiende bien que su vida fuera todo un don, una suerte, un premio para los que tuvieron la suerte de compartirla. Un don que alcanzó y sigue alcanzando de alguna manera a toda la ciudadanía canaria.
Adán Martín buscó siempre maximizar, optimizar, aprovechar las oportunidades. Y, sobre todo, aprovecharlas juntos, buscando la cooperación y el entendimiento de todos. Y en esa búsqueda de lo mejor empleó 20 horas al día, 365 días del año, con una energía indesmayable que le sostuvo incluso en sus meses finales, cuando ya sólo se irradiaba en forma de ternura.
Con el aprendí algo que se me reveló como una de sus más poderosas herramientas: La empatía fue su arma de construcción masiva cuando apenas conocíamos esa palabra. Su capacidad para ponerse en el lugar de todos, unir cabos, y hallar mínimos comunes denominadores que suscitaban amplios acuerdos fue la clave esencial con la que construyó la más fecunda trayectoria política de toda la etapa democrática de Canarias; no tanto por sus victorias como por sus resultados. Y eso que, aun al final de su vida, todavía había sesudos analistas mediáticos que se preguntaban, con ocho consecutivas victorias electorales a sus espaldas, si Adán Martín era un político o solo un tecnócrata.
Mi mayor deuda con Adán Martín no tiene nada que ver con lo antedicho. Adán me hizo mejor persona, así de claro; y esa es una deuda impagable. Nos hizo mejores a todos los que tuvimos la fortuna de trabajar con él en algún momento. Porque el conocimiento y la bondad, sumadas a una energía incombustible, son mezcla poderosa para influir en la vida de las personas y de los pueblos. Hoy su recuerdo aún me entristece; porque no mereció un final de vida tan temprano, abrupto y doloroso, pero también me alegra y enorgullece por la intensidad con la que vivió siempre, por su fecunda capacidad para hacer germinar tantos proyectos sin dañar ni lastimar aposta a nadie, y por haber tenido el privilegio de vivir con él todo eso de cerca; siempre sin una palabra más alta que otra, a pesar mis errores, fallos y retrasos.
Por eso es que nada puedo entender en mi trayectoria sin el hombre que, hace justo ahora treinta años, recién llegado a la Presidencia del Cabildo de Tenerife, me invitó a trabajar con él, cuando yo todavía era un desconocido periodista veinteañero, con la desconfianza siempre cargada frente a cualquier político.
Entonces no lo podía saber, pero hoy se que el mayor premio de mi vida profesional es que alguien como Adán Martín me mantuviera siempre cerca de él durante dos décadas; y se que eso me marcó tanto como para que siga siendo, ahora y siempre, una referencia constante en mi vida. Porque es inevitable que una ejemplaridad tan potente [en lo personal y en lo publico] te acompañe siempre. Y, muchas veces, ante una disyuntiva que se presenta difícil me pregunto: ¿Qué haría Adán? Y al hacerlo, se lo aseguro, no puedo hallar sus soluciones pero sí el estilo y el camino para encontrarlas.Los amigos le hacían bromas y le aseguraban que llegaría tarde a su propio entierro. Y en eso procuró también no defraudarles. Mantuvo hasta el final una titánica pelea, durísima en sus tres últimos meses, que llegó finalmente a perder antes de tiempo solo porque una infección hospitalaria traidora y oportunista vino a complicar implacablemente su tratamiento.
Cuando murió dije que, siendo siempre hábil ganador -lo repito – de las ocho elecciones políticas a las que se presentó [nadie tiene récord igual en Canarias], Adán Martín sólo había cedido auténticamente en la única batalla que un hombre no puede ganar. Y que la real pérdida fue la nuestra. Porque la de Adán fue una vida ganada, intensa, plena, don eternamente germinal… para y por todos nosotros.